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Bussarono alla porta, doña Lucrecia andò ad aprire e, inquadrata nello stipite, sullo sfondo dei contorti e canuti alberi dell’Oliveto di San Isidro, vide la testa di boccoli dorati e gli occhi azzurri di Fonchito. Tutto quanto cominciò a girare.
– Sento proprio la tua mancanza, matrigna, – cantò la voce che ricordava così bene. – Sei sempre arrabbiata con me? Sono venuto a chiederti perdono. Mi perdoni?
– Tu, tu? – aggrappata alla maniglia della porta, doña Lucrecia cercava sostegno contro il muro. – Non ti vergogni a presentarti qui?
– Sono scappato dall’accademia, – insistette il ragazzino, mostrandole il quaderno da disegno, le matite colorate. – Sentivo proprio la tua mancanza, davvero. Perché sei diventata così pallida?
– Dio mio, Dio mio – . Doña Lucrecia barcollò e si lasciò cadere sulla panca finto coloniale, accanto alla porta. Si copriva gli occhi, bianca come un foglio di carta.
– Non morire! – gridò il ragazzino, spaventato.
E doña Lucrecia – si sentiva venir meno – vide la figura infantile varcare la soglia, chiudere la porta, cadere in ginocchio ai suoi piedi, prenderle le mani e stringergliele, stordito: “Non morire, non svenire, ti prego”. Fece uno sforzo per dominarsi e per riprendere il controllo di sé. Respirò a fondo, prima di parlare. Lo fece lentamente, sentendo che in qualunque momento le si sarebbe rotta la voce:
-Non è niente, adesso sto bene. Vederti qui era l’ultima cosa che potevo aspettarmi. Come hai osato? La coscienza non ti rimorde?
Sempre in ginocchio, Fonchito cercava di baciarle la mano.
– Dimmi che mi perdoni, matrigna, – implorò. – Dimmelo, dimmelo. La casa non è più la stessa da quando te ne sei andata. Sono venuto a spiarti un sacco di volte, all’uscita da scuola. Volevo suonare, ma non osavo. Potrai mai perdonarmi?
– Mai, – disse lei, con fermezza. – Non ti perdonerò mai per quello che hai fatto, cattivo.

Llamaron a la puerta, doña Lucrecia fue a abrir y, retratada en el vano, con el fondo de los retorcidos y canosos árboles del Olivar de San Isidro, vio la cabeza de bucles dorados y los ojos azules de Fonchito. Todo empezó a girar.
—Te extraño mucho, madrastra —cantó la voz que recordaba tan bien—. ¿Sigues molesta conmigo? Vine a pedirte perdón. ¿Me perdonas?
—¿Tú, tú? —cogida de la empuñadura de la puerta, doña Lucrecia buscaba apoyo en la pared—. ¿No te da vergüenza presentarte aquí?
—Me escapé de la academia —insistió el niño, mostrándole su cuaderno de dibujo, sus lápices de colores—. Te extrañaba mucho, de veras. ¿Por qué te pones tan pálida?
—Dios mío, Dios mío —doña Lucrecia trastabilleó y se dejó caer en la banca imitación colonial, contigua a la puerta. Se cubría los ojos, blanca como un papel.
—¡No te mueras! —gritó el niño, asustado.
Y doña Lucrecia —sentía que se iba— vio a la figurita infantil cruzar el umbral, cerrar la puerta, caer de rodillas a sus pies, cogerle las manos y sobárselas, atolondrado: «No te mueras, no te desmayes, por favor». Hizo un esfuerzo para sobreponerse y recobrar el control. Respiró hondo, antes de hablar. Lo hizo despacio, sintiendo que en cualquier momento se le quebraría la voz:
—No me pasa nada, ya estoy bien. Verte aquí era lo último que me esperaba. ¿Cómo te has atrevido? ¿No tienes cargos de conciencia?
Siempre de rodillas, Fonchito trataba de besarle la mano.
—Dime que me perdonas, madrastra —imploró—. Dímelo, dímelo. La casa no es la misma desde que te fuiste. Vine a espiarte un montón de veces, a la salida de clases. Quería tocar, pero no me atrevía. ¿Nunca me vas a perdonar?
—Nunca —dijo ella, con firmeza—. No te perdonaré nunca lo que hiciste, malvado.

Aprì gli occhi alle quattro del mattino e pensò: “Oggi inizi a cambiare il mondo, Florita”. Non era intimorita dalla prospettiva di mettere in moto la macchina che in qualche anno avrebbe trasformato l’umanità, facendo scomparire l’ingiustizia. Si sentiva tranquilla, con le forze necessarie ad affrontare gli ostacoli che avrebbe trovato sulla propria strada. Come quel pomeriggio a Saint-Germain, dal quale erano passati dieci anni, durante la prima riunione di sansimoniani cui prese parte, quando, sentendo Prosper Enfantin descrivere la coppia-messia avrebbe redento il mondo, aveva promesso a se stessa, con forza: «La donna-messia sarai tu. Poveri sansimoniani, con le loro gerarchie impazzite, quel fanatico amore per la scienza e l’idea che bastasse mettere al governo gli industriali e amministrare la società come un’impresa per raggiungere il progresso! Com’erano rimasti indietro, Andalusa.

Abrió los ojos a las cuatro de la madrugada y pensó: «Hoy comienzas a cambiar el mundo, Florita». No la abrumaba la perspectiva de poner en marcha la maquinaria que al cabo de algunos años transformaría a la humanidad, desapareciendo la injusticia. Se sentía tranquila, con fuerzas para enfrentar los obstáculos que le saldrían al paso. Como aquella tarde en Saint-Germain, diez años atrás, en la primera reunión de los sansimonianos, cuando, escuchando a Prosper Enfantin describir a la pareja-mesías que redimiría al mundo, se prometió a sí misma, con fuerza: «La mujer-mesías serás tú». ¡Pobres sansimonianos, con sus jerarquías enloquecidas, su fanático amor a la ciencia y su idea de que bastaba poner en el gobierno a los industriales y administrar la sociedad como una empresa para alcanzar el progreso! Los habías dejado muy atrás, Andaluza.